Aterrizamos en el planeta Tierra equipados con un kit básico de emociones e instintos, pero poca cosa más. Mientras que a las pocas horas de salir del cascarón un pollito es capaz de abastecerse de comida por sí solo, nosotros, los humanos, apenas aprendemos a alimentarnos por nuestra cuenta pasados uno o dos años desde que nacemos.
Somos la especie que más tiempo invierte en el aprendizaje de sus hijos, casi dos décadas hasta la superación de la adolescencia. ¿Qué hacen durante este tiempo los bebés, niños y adolescentes? Sin duda, dar rienda suelta a su imaginación, saciar su curiosidad, crear, descubrir, inventar, ensayar, innovar. Según la psicóloga californiana Alison Gopnik, «los bebés son como el departamento de I+D de la especie humana». Los niños, al igual que los científicos e investigadores, hacen lluvias de ideas, plantean ideas sencillas y descubren cosas.
El medio es el juego, la diversión, y eso es la clave para un aprendizaje eficaz. Yo mismo constaté con mis alumnos que, si no combinas el conocimiento con el entretenimiento, fracasas en tu misión pedagógica. Sin esa mezcla no hay aprendizaje y menos aún creatividad. Esto deberían aprenderlo aquellos padres que, demasiado obcecados por las formas, insisten en poner cortapisas a la imaginación de sus hijos.
La mano de la creatividad (Imagen: GPP).
Hace unos años, Ken Robinson me explicó una historia fascinante. Bart, un niño de seis años, descubrió que podía caminar sobre las manos con igual facilidad que con los pies. Le gustaba pasearse por ahí haciendo el pino, y con el tiempo –y con el apoyo de su madre– supo profundizar en ello con pasión y sacó partido a lo que, para muchos, era una mamarrachada infantil.
Bart Conner, que ya tiene 55 años, puede presumir hoy de ser uno de los gimnastas estadounidenses con más trofeos a sus espaldas, y su éxito se lo debe a descubrir lo que Robinson denomina «su elemento» y a haberle dedicado con pasión horas y más horas.
El sistema educativo actual, herencia de una caduca sociedad industrial, aparta a niños y jóvenes de su elemento. «No es un déficit de atención, es que no me interesa», rezaba la camiseta de un joven estadounidense.
Las escuelas siguen sin dar alas a su creatividad, a sus pasiones, y continúan machacando sus emociones básicas y universales. Insisto: las necesidades de la sociedad han cambiado, pero la enseñanza continúa encorsetada en las antiguas competencias. Los estudiantes de hoy son todos nativos digitales, tienen acceso inmediato a la información, pero, al contrario de lo que sucedía en mi generación, nadie los guía para aprovechar ese alud de datos. Van perdidos.
La mayoría de los niños ya no juegan en la calle –el tráfico y la vida mayoritariamente urbana lo hacen imposible– y andan atosigados con mil y una actividades extraescolares para que sus padres puedan acabar su jornada laboral. Además, la edad con que los jóvenes se dan de bruces con el sexo y las drogas se anticipa en detrimento de valores y de respeto hacia los demás. Y todavía hay quién pone en duda la necesidad urgente de incorporar en los currículos competencias como las habilidades sociales, la gestión de las emociones o el aprendizaje de la creatividad.
Mientras esto no suceda, al menos fuera de las aulas, dejen a sus hijos descubrir cuál es su elemento, lanzarse de cabeza a él, practicarlo con pasión y dedicarle las horas necesarias para llegar a dominarlo. Les harán falta unas diez mil.
Font: http://www.eduardpunset.es/21842/general/el-id-de-la-especie-humana#sthash.NOqB6AIv.dpuf
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