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La figura del joven solitario, aislado, con frecuencia se vincula a persona marginada, rara, asocial e, incluso, candidata a desequilibrios psicológicos. Es habitual escuchar la coletilla “era un joven solitario” para describir a los autores de matanzas y de otros actos atroces. Y ello hace que muchas personas consideren que es un problema ser solitario durante la adolescencia. Sin embargo, hay una parte de la soledad del adolescente que es absolutamente necesaria para el desarrollo, para convertirse en un adulto sano, de modo que quizá lo preocupante es que no muestren cierto distanciamiento. Porque, explican los psicólogos, una cosa es la soledad y otra la socialización, y que un adolescente quiera o necesite estar solo no tiene ni debe ser sinónimo de secretismo ni de aislamiento. Es a estas distinciones a las que los padres han de estar atentos. No es lo mismo que un adolescente quiera estar solo porque necesita estar consigo mismo, porque es tímido o porque es introvertido, que se aísle porque se siente o ha sido marginado, porque no sabe relacionarse o porque trata de alejarse de algo o alguien o está deprimido.
“Que los adolescentes se aíslen de sus padres no es preocupante, lo preocupante es si no aparece la intimidad, la reserva, que es uno de los aspectos que debutan en la adolescencia y que denotan que el adolescente se está desarrollando bien”, asegura Jorge Tió, psicólogo clínico y coordinador del equipo de atención al menor de la Fundació Sant Pere Claver. Explica que en la adolescencia los chavales necesitan salir de las relaciones más dependientes de la infancia y crear espacios personales. Eso justifica que a veces quieran estar solos y que comiencen a dar valor a la reserva para sentirse más autónomos y más seguros. “Que el joven lo cuente todo indica que tiene necesidad de que todo el mundo se entere de todo para tener seguridad”, apunta.
Mario Izcovich, responsable del grupo de investigación en adolescencia del Col·legi de Psicòlegs de Catalunya, asegura que cada adolescente es distinto y se comporta de forma diferente, pero que es muy frecuente que el adolescente marque distancia con los adultos –especialmente con los padres– y se recluya en sí mismo para construir su intimidad, y eso se traduzca en que cierra la puerta de su habitación, se encierra en el baño, cuenta pocas cosas de los amigos y de la escuela… “Los padres han de aceptar esta transformación, es importante; pero los hay que no lo soportan, que se angustian y entran en el baño o en la habitación del hijo sin llamar, revisan sus cosas, el ordenador y quieren saber qué hace, qué piensa, qué pasa en la vida de su hijo. Se crea una dinámica policial que provoca más rechazo por parte del adolescente y le lleva a encerrarse más”, indica Izcovich.
Porque si algo tienen claro quienes tratan con adolescentes es que estos se alejan de los padres cuando les tratan como niños, cuando les están preguntando constantemente cómo está, si necesita algo o dándoles consejos no pedidos o diciéndoles directamente lo que deben hacer. “Con este tipo de actitudes los padres lo único que consiguen es que el hijo se cierre más, que es su forma de decir que ya no es un crío, que tiene capacidad para pensar y reflexionar por sí mismo; pero es que a los padres nos cuesta mucho aceptar que nuestros hijos se van haciendo mayores y se van independizando, cuando deberíamos tener claro que el mayor éxito de un padre o madre es hacerse prescindible para los hijos”, reflexiona el sociólogo Javier Elzo, que durante años ha investigado sobre el comportamiento y la educación de los jóvenes.
Tió apunta que a los padres a los que la intimidad de sus hijos les despierta ansiedad o desconfianza les puede tranquilizar comprobar si se socializa, si fuera de casa sí tiene relaciones y, sobre todo, si hace relaciones nuevas, si sale del grupo de amigos que le ha acompañado durante la infancia, una conducta que considera indicativa de un sano desarrollo. “Que aparezcan grupos espontáneos a partir de los nuevos contactos que se hacen a esas edades es importante para el desarrollo del adolescente porque ahí puede intercambiar todo lo nuevo: sus cambios corporales, sus cambios en la forma de pensar, en sus valores; aparece el intercambio erótico, de ideas, y así se confronta con los padres y se separa de la infancia”, justifica.
También Izcovich enfatiza que la vida social de los adolescentes es un buen indicador de si su soledad o aislamiento respecto a los adultos es o no preocupante. “Si un joven va a la escuela, vuelve, y se pasa el resto del día en casa, sin quedar con nadie, ni siquiera los fines de semana, quizá estemos ante algún tipo de dificultad; pero sin perder de vista que también hay chavales que necesitan recluirse y buscar estrategias para ver cómo se relacionan con otros, porque a esa edad están construyendo su identidad y pasan por muchos momentos, no es un periodo uniforme”, comenta. Su consejo para aquellos padres que creen que su hijo tiene poca vida social o que es muy tímido es darse un tiempo para ver cómo evoluciona, y aceptar que un hijo no es como los padres desean que sea, sino que pueden ser más abierto o menos, y que ser tímido no debe ser un problema, ni estar solo es malo necesariamente, sino que puede ir acompañado de una rica vida interior. Porque no es lo mismo el joven que se pasa el día en su cuarto leyendo, escuchando música o tocando un instrumento que el se pasa el día tirado en la cama sin más o muestra tristeza.
Comprobar, como indica Jorge Tió, que el chaval desarrolla nuevos intereses o actividades, que pone a prueba sus nuevas capacidades intelectuales, afectivas o creativas también debería aliviar la preocupación de los padres. “Los adolescentes necesitan experimentar para conocerse, ponerse a prueba, verificarse, y algunos optan por hacerlo de forma aislada, sin que los demás le vean; pero es importante que tengan la oportunidad de hacerlo, de dar su opinión en algún sitio, de expresarse mediante grafitis o de probar su habilidad con el skate”, indica. Por el contrario, explica Tió, si un adolescente es realmente solitario, no se socializa y no se verifica, no se atreve a usar y poner a prueba en algún ámbito sus nuevas capacidades, sí que puede denotar una elevada inseguridad o algún trastorno de conducta, y en este caso el aislamiento puede ir a más, hacerle sentirse excluido y llevarle a alimentar en exceso las fantasías y sentimientos de omnipotencia que acompañan esta etapa del desarrollo. Porque uno de los riesgos del aislamiento nocivo es que si al joven le falta comunicación con otros, además de no recibir apoyo social ni empatía en momentos de necesidad, también pierde referencias para contrastar y verificar la realidad con sus propios puntos de vista, y es más fácil que la distorsione.
Mario Izcovich apunta que hay chavales que se separan de los demás porque no saben cómo juntarse, porque no saben cómo explicar lo que piensan o qué hacer durante la hora del patio. En lugar de aprender por la vía del ensayo y error se excluyen, se ponen en un lugar diferente. Los demás entonces le señalan por distinto y eso le separa aún más. Su opinión es que los padres han de estar atentos, ver si el retraimiento es algo que dura poco tiempo o se prolonga. “El problema es que, por mi experiencia, los padres (y los adultos en general) tienen gran dificultad para escuchar al adolescente, porque no se trata de investigar qué le pasa ni de preguntarle qué piensas, con quién has estado, etcétera, sino de facilitar las condiciones para que el hijo pueda dejar pistas de lo que le pasa, de crear canales para que sepa que cuenta con el adulto, que en cualquier momento puede ser escuchado y que cuando se sienta capaz puede salir de ese encierro”, relata.
Por otra parte, advierte que la sociedad actual promueve el aislamiento: “Hoy los chavales están cada uno en su casa conectados a pantallas, no se promueven los trabajos escolares en grupo, no se reúnen amigos en casa, y todo eso empobrece las relaciones”. Claro que también son muchos los que a través de las nuevas tecnologías y las pantallas se sienten más seguros para comunicarse con los otros, amplifican sus relaciones o ponen a prueba su creatividad. “El problema no es la tecnología, es su utilización, que se use para sustituir la relación con el otro o para alimentar las fantasías más solitarias”, apunta Jorge Tió.
Javier Elzo está convencido de que los adolescentes de hoy día “se encierran más porque se sienten más solos e inseguros que nunca. Les resulta difícil encontrar ayuda porque todo está protocolizado y ritualizado, incluso las tutorías escolares. Los chavales no pueden acudir de forma espontánea al vecino, al primo, al cura o al médico de la familia como hacíamos antes”. El catedrático emérito de Sociología de Deusto cree que “nunca ha sido tan difícil ser adolescente como ahora” por razones familiares, económicas, de cambio en las relaciones entre iguales y las mayores exigencias educativas. Elzo cree que muchos jóvenes viven en entornos familiares cambiantes o inestables por la separación de los padres, y otros muchos llegan a casa y se encuentran que no hay nadie y que pasan muchas horas solos, lo que aumenta su inseguridad. Por otra parte, sostiene que algunas de las formas actuales de relación evidencian lo que denomina “un solicismo grupal”, chavales que se reúnen o que se contactan por Twitter o WhatsApp pero sin conversar, manteniendo un contacto muy superficial. Y enfatiza que a eso se suma la inseguridad sobre su futuro que se deriva de las actuales condiciones económicas y la fuerte presión formativa y de evaluación continua a que están sometidos en la escuela y en sus casas. “Yo me pregunto si la gigantesca presión que viven los jóvenes por tener buenas calificaciones, pasar un montón de exámenes y adquirir múltiples habilidades no está detrás de la elevada tasa de fracaso escolar”, especula.
Mario Izcovich enfatiza que los adultos acostumbran a asociar al adolescente con peligros externos, con lo que hay fuera, cuando lo más importante es el factor interno, lo que ellos padecen, porque es una etapa en la vida en que muchos de ellos sufren porque no saben cómo relacionarse, lo pasan mal si no les llaman para quedar, si les rechazan… y se encierran. Los expertos explican que, en ese ámbito, la reacción de los padres, más que preocuparse, habría de ser respetar el tiempo de los hijos, soportar la angustia que les provocan sus cambios o el que se hagan mayores, dejar una puerta abierta a la comunicación para poder detectar las señales que envían cuando necesitan ayuda y esperar, “porque si los hijos ven que se respeta su intimidad y sus reservas, cuando ganan en seguridad vuelven a compartir algunas cosas”.
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